Un soldado argentino que regresaba de las Islas Malvinas, al término de la guerra, llamó a su madre por teléfono desde el regimiento de Palermo, de Buenos Aires, y le pidió autorización para llevar a su casa a un compañero mutilado cuya familia vivía en otro lugar. Se trataba -según dijo- de un recluta de diecinueve años que había perdido un brazo y una pierna en la guerra
y que además estaba ciego.
La madre,
feliz del retorno de su hijo con vida, contestó horrorizada que no sería capaz
de soportar la visión del mutilado y se negó a aceptarlo en su casa.
Entonces el hijo cortó la comunicación y se pegó un tiro:
el supuesto compañero
era él mismo que se había valido de
aquella patraña para averiguar cuál sería el
estado de ánimo de su madre al verlo llegar despedazado.